Centro y Latinoamérica han supuesto para mí, en lo personal, intelectual, afectivo y cultural, en los años de vida que me definen hasta la fecha, un crisol de irrepetible experiencias, que confluyen desde el embriagador deleite para los sentidos de la enriquecedora y vasta orografía y arquitectura monumental de México, la cual preserva, en todo lo conservado, la grandeza de su legado precolombino, así como su gastronomía -una de las más distinguidas a nivel internacional, junto con la española y turca-; las inolvidables incursiones en el altiplano boliviano, donde en más de una ocasión fui acogido muy amablemente por la comunidad indígena, aprendiendo de ellos, por ejemplo, parte de su sabiduría musical, ignorada por el primer mundo: jamás olvidaré el aprendizaje, entre otros, de instrumentos tales como el siku (o zampoña) -o el tambor metálico, en Trinidad y Tobago-, el cual permitió ampliar mi bagaje en el dominio autodidacta de los utensilios que, por rudimentarios que presuman ser en apariencia, contribuyen consigo a la consolidación y permanencia de la cultura primigenia de los pueblos, de su modo artesanal de existir y convivir, abstrayéndose de las presiones del acelerado mundo deshumanizado que nosotros mismos nos hemos impuesto y decretado, sin contar, en general, con el sentir de colectivos que, con dichas armas, se abstraen del dolor cotidiano, forjando vínculos intergeneracionales en la tribu, como reducto blindado de protección frente a la amenaza de la dilución de su propia especificidad.
Y qué decir del empleo imaginativo, tanto en léxico como en tonalidades vocales, del idioma que les importamos a golpe de conquista (y, por qué negarlo, de barbarie en las formas y en el fondo. Y si no, que se lo hicieran constar a Fray Bartolomé de las Casas, uno de los escasos referentes españoles sensibilizados con el tratamiento justo, ecuánime y ponderado a deparar a los colonos en las encomiendas de gestión, en las que se perpetraron auténticas atrocidades en nombre, presuntamente, de la tan aclamada y farisaica civilización), con motivo de la colonización: infinitamente, como norma general, más envolvente, cuidado y versátil que el cada vez más descuidado y deslucido uso de nuestra lengua común hablada en la península. La orfandad que me caracteriza en España en esta materia, la suplo con la diligencia con la que me hallo arropado por seres que comparten el afán, no solamente de utilizarla como vehículo de transmisión de información y conocimiento, sino de encumbrarla al punto más álgido, próximo a un ideal de belleza estética y de estilo, en franco desuso en España.
Asimismo, resaltar su literatura, en cuya cosmovisión se entrecruzan las apelaciones a lo místico, lo sobrenatural y, por contra, la plasticidad gráfica de lo tangible, recreándose entornos, descripciones de personajes, relatos y situaciones, a medio camino entre la alegoría de lo ensoñador e imposible, y la crudeza de la realidad desolada de unos territorios, unas poblaciones y unos recursos codiciados y, por ello, diezmados por el adinerado vecino del Norte (a partir de fines del siglo XIX, hasta nuestros días) de lo más meritorio: ahí tenemos a Julio Cortázar, inventor de un método innovador de contar historias (con
Rayuela, como máximo exponente de ello, con el gíglico como variante hablada surgida de su libre albedrío, ajeno a los convencionalismos de la sintaxis, o de la semántica más ortodoxa); o a Gabriel García Márquez, con
Cien Años de Soledad; la lírica de Rubén Darío y Pablo Neruda; o la prosa aguda de Jorge Luis Borges. O de su magnética y singular obra cantautora, como la defendida con pasión y convicción incólumes por guerrilleros del canto como Atahualpa Yupanqui:
De Brasil, subrayar la experiencia protodemocrática de los quilombos, o repúblicas participativas (como el de Palmares), en que se autoorganizaron las aldeas conformadas por esclavos negros fugitivos y sus descendientes entre los siglos XVI y XVIII, desafiando la lógica geopolítica predominante, hasta ver culminada dicha experiencia revolucionaria bajo el fuego represor de los portugueses, y demostrando que la noción de representación política como reflejo de una soberanía entendida como popular ya la manejaban con autonomía y suficiencia otras culturas, con anterioridad a que Reino Unido, las Trece Colonias estadounidenses, o la Francia revolucionaria se las arrogaran para la posteridad en los libros y manuales de historia.
En fin... Una tierra pródiga en acontecimientos legendarios y otros, en cambio, trágicos y desgarradores (las guerras en pos de la independencia de las metrópoli española y lusa; la reproducción, para mal, del sistema de estratificación social español de la época, con una dualidad abismal, en riqueza y renta, entre los integrados bienestantes -la élite criolla- y las minorías étnicas, excluidas y en la pobreza; la matanza de Tlatelolco de 1968, en México, todavía sin esclarecer; los desaparecidos en Chile y Argentina tras los sucesivos golpes militares de 1973 y 1976, respectivamente; las epidemias de dengue, inducidas por motivaciones geopolíticas, en el Cono Sur; Haití, como paradigma de un Estado fallido y ausente, ante la inanidad de la comunidad internacional a la hora de atajarlo; el terrorismo de las FARC en Colombia, o de Sendero Lumino, en Perú, y sus réplicas atroces, en forma de contraterrorismo de Estado); recursos naturales (petróleo y gas natural, en Venezuela; azúcar y tabaco, en Cuba; café, en Colombia); el cáncer endémico del narcotráfico, generador de figuras estrechamente relacionadas, cómplices e interdependientes, como el narcopolítico o el político-narco, o, más recientemente, del dumping económico-social alentado por prácticas rentistas como receta destructora -y rentable en determinados bolsillos, en cuanto a cortoplacismo- de crecimiento -para una selecta minoría de la población, extractivista y codiciosa por naturaleza, como ejemplifica el cultivo de la soja en Paraguay para la exportación a Europa, empobreciendo a los pequeños agricultores a quienes se les desaloja de sus parcelas de terreno, y deforestando hectáreas a su paso, sin reparar en la huella de impacto medioambiental que ello está comportando sobre nuestro paisanaje, adulterado por mor de los cambios existentes en el modelo económico-productivo del subcontinente, continuamente alterado al servicio de los paladines del
turbocapitalismo de la copa de champagne); la calidez del carácter de sus gentes, trabajadoras, cumplidoras y sufridas por la dureza y el rigor implacables en que los condicionantes socioeconómicos les abocan a ello, y, no por ello baladí y encuadrable sino en el ámbito de la experiencia vivida por uno, la extraordinaria sensualidad hipnotizadora de sus mujeres, como las colombianas, auténticas expertas consumadas en las artes amatorias en sus más variopintas caracterizaciones, capaces de hacerle perder al más racional de turno el sentido de la compostura, todo ello facilitado, sin duda, con la inestimable contribución de la ayahuasca, en pleno ejercicio pasional de los escarceos amorosos en que desembocaban los actos lúbricos mantenidos con dichas divinidades, o súcubos, quién sabe, en forma escultural, cuales Venus de cabellos de color chocolate y tostadas en su piel por el sol abrasador, retratadas cuantas veces se precie, más allá de los dictados de la inventiva y la imaginación, por Botticelli.